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domingo, 29 de abril de 2012

De romería


          Los vitorianos acostumbran a pasear hasta el pueblecito de Armentia el día del Santo Patrón. Si le preguntas a alguno de los lugareños, de esos que han hecho y rehecho el camino desde que tienen memoria, te dirá que se hace...desde siempre. Y no le falta alguna razón. Tenemos noticias de la romería ya en el siglo XV.

          Las fiestas han mudado un tanto su aspecto, han incorporado novedades recientes a las tradicionales procesiones y toque de retreta, léase, la tamborrada y el papel de las sociedades gastronómicas. Pero por la romería no pasa el tiempo. Ahí siguen los vitorianos, llegándose en tropel a las campas, curioseando en los puestos, dando cuenta de las viandas que han portado. Bajo la lluvia, porque casi siempre llueve, como llovía en “El Rincón Amado”, La novela que escribiera Herminio Madinaveitia ahora hace cien años:

          “La romería al día siguiente. Lluvia. También era tradicional... Por la mañana, nada: una procesión que poco más que nadie veía. Por la tarde era el jaleo. Las nubes cansáronse de verter agua y para el mediodía habíase serenado el cielo.

           Desde después de comer comenzó la barahunda de coches de todos los calibres y clases. La peregrinación a la aldea cercana, donde adorábanse las reliquias del Santo. Se iba allá en carruajes, por la carretera estos, por otros caminos los peatones. Llevábase la merienda: merluza, tortilla de perrechicos, cordero asado, vino en abundancia, alegría...

           En negros cordones, que se prolongaban carretera adelante, dirigíanse los romeros, entre el cascabelear de los caballos y el restacleo de látigos azuzándoles; entre el estrépito del ferraje y de la madera de los vehículos rodadores; entre el fango, entre los gritos de los viajeros y de las viajeras, sobre todo, sentadas muchas, de las de los coches, en las rodillas de los hombres.

          Dos horas, las de partida, eran de una animación contagiosa. Los que andaban, con el atillo del condumio en la mano o al hombro, la inseparable bota asomándose por el pañuelo o pendiente, apresurábanse en su caminata, deseosos de llegar. Jinetes, algunos soldados de caballería y Guardia Civil velando por el orden, destacabánse entre la masa negruzca de los romeros.

           Pese al barro, pese al mal tiempo, la animación era grande. La campa de la romería rezumaba humedad. Algunos matojos ardían con llama rojiza (…) y a su lado un grupo u otro de valientes apercibíanse a descargarse de trebejos para calentar la merienda.

           Los más no se atrevían a pasar a la campa. Entre un barrizal pringoso y mojado aún por la lluvia reciente dirigíanse algunos a la iglesia (…) Otros, casi todos, requerían sitios cubiertos: las casas, los portergados, las trojes mismas. El caso era dar fin de aquellos manjares con tanta solicitud preparados (…) realmente con la lluvia la fiesta había perdido mucho. Miraban los puestos, pocos, de churrería, de buhoneros con baratijas (…)

           Sin miedo al barro y humedales, en una esquina habíase armado un baile donde trascaba la gente joven...”


           Javier de la Fuente