Los
vitorianos acostumbran a pasear hasta el pueblecito de Armentia el
día del Santo Patrón. Si le preguntas a alguno de los lugareños,
de esos que han hecho y rehecho el camino desde que tienen memoria,
te dirá que se hace...desde siempre. Y no le falta alguna razón.
Tenemos noticias de la romería ya en el siglo XV.
Las
fiestas han mudado un tanto su aspecto, han incorporado novedades
recientes a las tradicionales procesiones y toque de retreta, léase,
la tamborrada y el papel de las sociedades gastronómicas. Pero por
la romería no pasa el tiempo. Ahí siguen los vitorianos, llegándose
en tropel a las campas, curioseando en los puestos, dando cuenta de
las viandas que han portado. Bajo la lluvia, porque casi siempre
llueve, como llovía en “El Rincón Amado”, La novela que
escribiera Herminio Madinaveitia ahora hace cien años:
“La
romería al día siguiente. Lluvia. También era tradicional... Por
la mañana, nada: una procesión que poco más que nadie veía. Por
la tarde era el jaleo. Las nubes cansáronse de verter agua y para el
mediodía habíase serenado el cielo.
Desde
después de comer comenzó la barahunda de coches de todos los
calibres y clases. La peregrinación a la aldea cercana, donde
adorábanse las reliquias del Santo. Se iba allá en carruajes, por
la carretera estos, por otros caminos los peatones. Llevábase la
merienda: merluza, tortilla de perrechicos, cordero asado, vino en
abundancia, alegría...
En
negros cordones, que se prolongaban carretera adelante, dirigíanse
los romeros, entre el cascabelear de los caballos y el restacleo de
látigos azuzándoles; entre el estrépito del ferraje y de la madera
de los vehículos rodadores; entre el fango, entre los gritos de los
viajeros y de las viajeras, sobre todo, sentadas muchas, de las de
los coches, en las rodillas de los hombres.
Dos
horas, las de partida, eran de una animación contagiosa. Los que
andaban, con el atillo del condumio en la mano o al hombro, la
inseparable bota asomándose por el pañuelo o pendiente,
apresurábanse en su caminata, deseosos de llegar. Jinetes, algunos
soldados de caballería y Guardia Civil velando por el orden,
destacabánse entre la masa negruzca de los romeros.
Pese
al barro, pese al mal tiempo, la animación era grande. La campa de
la romería rezumaba humedad. Algunos matojos ardían con llama
rojiza (…) y a su lado un grupo u otro de valientes apercibíanse a
descargarse de trebejos para calentar la merienda.
Los
más no se atrevían a pasar a la campa. Entre un barrizal pringoso y
mojado aún por la lluvia reciente dirigíanse algunos a la iglesia
(…) Otros, casi todos, requerían sitios cubiertos: las casas, los
portergados, las trojes mismas. El caso era dar fin de aquellos
manjares con tanta solicitud preparados (…) realmente con la lluvia
la fiesta había perdido mucho. Miraban los puestos, pocos, de
churrería, de buhoneros con baratijas (…)
Sin
miedo al barro y humedales, en una esquina habíase armado un baile
donde trascaba la gente joven...”
Javier de la Fuente
Javier de la Fuente
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