Sucede que cuando acaban las fiestas y
retorna Celedón a su morada celestial, el éxtasis colectivo da paso
a la nada más absoluta. Un salto de vértigo. Media ciudad hace las
maletas, huyendo al campo y a la costa. Los que se quedan, desesperan
buscando bares y comercios abiertos.
La situación llegó a un
extremo tal que se llegó a plantear en vano un sistema de turnos
para evitar la mala imagen que da una ciudad cerrada por vacaciones a
los turistas. Se ha conseguido que la mayoría del centro permanezca
abierto. En los barrios, en cambio, parece que se hubiese acabado el
mundo.
¿Dónde queda esa Vitoria
que se queda, siquiera obligada por la crisis? En las terrazas y en
las piscinas. O trabajando, con peor suerte. El caso es que cada año
permanece más gente en la ciudad. Ya nadie se puede permitir el lujo
de hacer honor al verbo veranear, de junio a septiembre. Pero es que
cada vez son menos las economías domésticas que alcanzan para un
mes completo de vacaciones. Si disfrutas de quince días en agosto,
pasarás el resto del mes en la localidad.
El caso es que cada estío permanece más gente en la ciudad. Va siendo hora de que se tome en
consideración. De hecho, con mayor o menor fortuna, se ha planteado
alguna alternativa de ocio estival. En la década de los años
cincuenta se organizaban quincenas comerciales, copiando el modelo de
otras ciudades.
Más recientemente se ha
organizado con éxito semanas dedicadas a distintas culturas
milenarias. Y Este mismo 2012 tenemos “con V de viernes”, una
serie de actividades programadas hasta mitad de septiembre.
Nada que ver con la potencia
del programa estival de ciudades aledañas como Santander o San
Sebastián. Quizá no sea el caso de competir con ciudades turísticas
que dan por fuerza el do de pecho durante el verano, pero habría que
profundizar en esa línea. Vitoria no puede cerrar, no puede morir
siquiera una quincena. Habría que darle alguna vuelta más a cómo ir
cerrando la brecha entre las dos vitorias de agosto.
Javier de la Fuente
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